Por: Yolanda Reyes
Todo comienza en una habitación iluminada por una lamparita, con alguien que nos cuenta un cuento. O más atrás, con una voz que nos arrulla cuando aún no tenemos las palabras. A diferencia de los otros mamíferos, la historia de la especie humana parece corroborar aquella vieja frase: "en el comienzo era el verbo". Nos marcan con un nombre, entre la infinidad de nombres, al que le vamos dando cara, lentamente, y nos entregan unos apellidos que amarran el pasado y el presente y que legaremos al futuro.
Quizás por ser parte de una saga escrita con palabras, necesitamos ser nutridos, no solo con leche, sino con esas envolturas -historias, cuentos y poemas- que logran reunir a los que están llegando con los que llegaron hace tiempo y con los que ya se fueron. Tal vez leer es asistir a una conversación entre los que están -aquí y ahora-, los que viven lejos o murieron y los que vivirán cuando no estemos. Para evitar quedarse solos y librados a su suerte, entre esos monstruos que pueblan las infancias, los niños piden un cuento y otro y otro... Además del contenido de la historia, los cuentos y la voz son el pretexto para mantener a los seres queridos literalmente sujetos entre en esa urdimbre de palabras que dan cuenta de la odisea por construir sentido.
Quizás cuando crecemos seguimos leyendo para revivir ese ritual, ese triángulo amoroso que cada noche unía tres vértices: un niño, un libro y un adulto. En esa escena primigenia está la clave de los proyectos de lectura que ahora, al comenzar otra feria del libro, volverán a ser noticia. De un lado, están los libros. Del otro, los lectores.
Y, en la mitad, esas figuras que en el lenguaje técnico se denominan "mediadores" -bibliotecarios, padres, maestros, libreros, editores y promotores-, cuya tarea es oficiar encuentros inéditos y siempre en construcción entre un libro y un lector. Más allá de los tecnicismos, cualquier proyecto de lectura involucra los tres componentes: la dotación, el mediador y el lector, que es el centro de todos los esfuerzos.
Llamo la atención sobre esas experiencias de lectura que configuran la psiquis infantil y que son la base de la vida emocional y cognitiva porque percibo, en los planes lectores del Estado, cierta obsesión tecnocrática por responder, con cifras y estadísticas, a la presión por mejorar el deficiente desempeño de los escolares colombianos en pruebas como Pisa, Icfes o Saber. Aunque comparto la preocupación por los niveles de lectura que a casi la mitad de nuestros jóvenes les impide inferir, analizar, interpretar y leer para aprender a lo largo de la vida, tengo la sensación de estar en una carrera por "mejorar las notas" que se enuncia en una terminología cuantitativa, como si aumentar el "consumo de libros" y la dotación de computadores pudiera resolver las profundas carencias educativas y culturales que arrastramos durante muchos años en Colombia y que requieren un cambio dramático en nuestra forma de concebir los hechos simbólicos: los hechos de lenguaje.
Lo que nos muestran esas pruebas es la incapacidad de nuestros estudiantes para relacionar lo que leen con lo que piensan y sienten, con lo que son, con lo que sueñan. Y aunque evaluar, medir y dotar son asignaturas pendientes, echo de menos la conexión entre el derecho a la lectura y el desarrollo humano. Esa necesidad de construir sentido, que es parte del equipaje simbólico de la especie y que nos impulsa, desde pequeños, a trabajar con las palabras para habitar mundos posibles y para operar con contenidos invisibles, no se puede perder de vista entre la presión por obtener buenas calificaciones. En el fondo, eso es lo que hemos hecho siempre: leer para rendir cuentas y no para tener la posibilidad de escribir la propia posibilidad, la propia vida.
Fuente:
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/yolandareyes/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-9249784.html
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